“No decimos que un Estado es feliz por la dicha de uno solo, sino por la de todos los ciudadanos.”
— Aristóteles, Ética a Nicómaco
Gabriel Boric se subió al estrado como si fuera el rector de una universidad en crisis, no el jefe de Estado de una república exhausta. Su Cuenta Pública fue eso: la última clase magistral de un gobierno que confundió gobernar con explicar, y que termina su mandato creyendo que las palabras bastan cuando ya nadie escucha.
Lo que debía ser un balance de gestión fue —como tantas veces en este ciclo— un acto de fe performativa. Una declaración de principios de alguien que nunca logró gobernar en condiciones reales. No hubo cuentas, hubo consignas; no hubo cifras que respondieran, hubo frases que flotaron. Y así, el ejercicio republicano se transformó en una liturgia simbólica de cierre para un gobierno que nunca llegó a abrir del todo.
La promesa de transformación se deshizo en el aire, sustituida por estética política, lenguaje inclusivo y superioridad moral de cartón. Gobernaron con hashtags, reaccionaron con comunicados, y terminaron creyendo que el Estado se conduce como una asamblea universitaria extendida. Y lo peor: lo dijeron con convicción.
Boric —más lector que gobernante— decoró su mandato con referencias a Arendt, Camus y Gramsci. Pero leer no basta. Porque entre la biblioteca y el boletín oficial hay un territorio inexplorado para este gobierno: la ejecución. La lectura sin consecuencia es cita. La sensibilidad sin poder es pose. Gobernaron con humanismo en el tono y parálisis en la mano.
La Cuenta Pública fue el resumen de esa contradicción: enunciados morales con cero política de fondo. Prometieron “mejor democracia”, pero toleraron el desgobierno en seguridad. Hablaron de dignidad, pero no supieron siquiera implementar una reforma tributaria. Y cuando llegó la hora del legado, ofrecieron la promesa de un Metro... que no existe.
Porque no solo fue una exageración política. Fue una ficción aritmética. La Ley de Presupuestos 2025 contempla un crecimiento del gasto de apenas 2%. En ese contexto, el Ministerio de Transportes fue recortado. No hay ni una sola partida destinada a la extensión del Metro al aeropuerto. Nada. Cero. El proyecto —estimado en 365 millones de dólares— está tan lejos como la luna. No hay licitación. No hay ingeniería. No hay nada.
Anunciar obras sin recursos es como inaugurar hospitales con promesas. Es demagogia con casco y chaleco reflectante. Y la ciudadanía lo sabe. El anuncio del Metro fue la postal perfecta de este gobierno: una línea trazada en el aire, para una gestión que vivió siempre a centímetros del suelo.
¿Y qué pasó con la función republicana de sostener el Derecho? El Estado de Derecho fue relativizado en nombre de la causa. La autoridad se abdicó para no incomodar. La diplomacia fue usada como gesto moralizante —ahí está el retiro del embajador de Israel, como símbolo vacío—. Y la ley, convertida en papel de regalo para envolver posiciones políticas. El Estado terminó siendo una identidad, no una institución.
No se trata de negar las buenas intenciones con que partieron. Se trata de afirmar que el poder no se mide por la intención, sino por el daño o el resultado. Y ahí, el saldo es irrefutable: reformas paralizadas, ciudadanía más desconfiada, y una administración manchada no solo por la incompetencia, sino por una corrupción que fue sistemática, ideologizada y en muchos casos tolerada desde arriba.
No hay excusas. El caso de las fundaciones, el escándalo de las licencias médicas, el blindaje político a figuras acusadas de abuso sexual, el uso faccioso del Estado… son hechos, no percepciones. Y cuando un gobierno es incapaz de defender el interés general frente a sus propios operadores, ya no hablamos de errores: hablamos de traición institucional.
Gabriel Boric no será recordado solo como un presidente débil o extraviado. Será recordado como quien encabezó un gobierno donde la corrupción ya no fue herencia: fue sistema. Un gobierno que llegó prometiendo ética, y se marchó repartiendo subvenciones cruzadas, favores y blindajes.
Y su generación —esa que hablaba de dignidad y justicia— será recordada como la que transformó la estética moral en coartada política. Una izquierda que predicó como redentora y terminó actuando como clientela.
Esta no es solo una crítica al pasado. Es un llamado al futuro. Porque si no aprendemos esta lección, vendrán otros —más afilados, más entrenados, igual de vacíos— y repetirán el espectáculo. Con más escenografía. Con menos República.
Chile no necesita más narradores del bien. Necesita gobernantes.
Y sobre todo, necesita ciudadanos que exijan realidad, no relato.
Gobierno, no gesto.